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La obstrucción del régimen de visitas como causal de injuria (ARG)

La doctrina concordante manifiesta: La obstrucción del régimen de visitas como causal de injurias graves en el divorcio vincular -
[ED, 204-257] Por Álvarez, Osvaldo Onofre ("La formación integral del hijo requiere imperiosamente la presencia de un grupo familiar estable, cohesionado y armonioso" DANIEL H. D'ANTONIO, Derecho de Menores Bs. As., Astrea, 1994, pág. 219)
El presente decisorio que intentamos comentar versa, en sus aspectos centrales, respecto de un juicio de divorcio vincular incoado por el actor con sustento en la causal subjetiva prevista en el art. 202, nc. 4º del cód. civil, agravada por una ulterior postura
obstruccionista que habría desplegado la esposa impidiéndole concretar un normal y regular régimen de visitas con su hija menor -
fruto de ese matrimonio- y luego de acaecida la separación de hecho entre los contrayentes.
Si bien es correcto señalar que la resolución de marras no incursiona directamente en el estudio de esta impeditiva y paralizante conducta a tenor del sobreseimiento recaído -en su instancia- respecto del delito previsto en la ley 24.270 no deja -empero- de valorar las declaraciones testimoniales vertidas en aquella instancia jurisdiccional para tener por acreditados los extremos que tornan
procedente a la citada causal de divorcio vincular.
Lo expuesto y en el tema que nos convoca nos permite analizar algunas interesantes deducciones que hacen al campo del Derecho de Familia.
La primera de ellas y con respaldo en uniforme doctrina y coincidente jurisprudencia nos habilita para afirmar que, aun cuando no se
hubiere podido probar la tipificación penal que regula la figura delictual antes mencionada, no por ello pierden entidad y sustento
las pruebas colectadas en su oportunidad y en orden a la interacción consumada por las partes. De ahí, entonces, que se entienda que si bien la absolución penal conlleva los efectos que marca el art. 1103 del código civil, no deja de ser menos cierto que -en este ámbito- para juzgar concretamente la causal de injurias graves no sea necesario tener que establecer como ineludible condición la relación de causalidad entre el resultado del proceso y la presentación acusatoria. Ello surge, entre otras consideraciones, puesto que en los pleitos civiles no se busca o persigue la verdad sustancial, sino la verdad formal derivada del estado de las pruebas colectadas por lo que la carencia de ratificación en la etapa civil de las declaraciones consignadas en el sumario criminal no constituyen omisión que amengüe o invalide el valor probatorio que de ellas resulta, salvo que sean contradichas con otras pruebas.
La otra cuestión en examen se focalizaría en la lamentable y no tan inusual situación que se presenta desde el florecimiento de los
conflictos conyugales no resueltos, cuyas vandálicas secuelas se proyectan sobre los hijos y donde los progenitores se manifiestan
reacios en admitir que tanto el menor como el padre no conviviente tienen idéntico derecho a una adecuada comunicación.
Variadas y polifacéticas son las argumentaciones y cavilaciones existentes a tal efecto y que van desde la adicción al alcohol,
consumo de drogas, inadecuadas compañías, desordenada vida social, desatención, acusación infundada de maltrato físico y/o psíquico del niño hasta el extremo de denunciar abuso sexual por parte del otro.
El tramado o trasfondo real de estas recriminaciones subyace -la más de las veces- en una inapropiada e impenitente idea de pertenencia o de exclusividad personal que recae sobre el menor, producto de la falta o ausencia de autoestima; del fracaso de su relación matrimonial; del temor a la pérdida de la tenencia a partir de la buena relación que mantiene el hijo con el otro progenitor o -si se quiere- con la idea de hacer purgar agravios o sinsabores recibidos, canalizando resentimientos que -en más de una oportunidad- concluyen involucrando al propio descendiente en aquella hiriente campaña
difamatoria. Al decir de ciertos autores influye, en dicha coyuntura y entre otros aspectos el denominado síndrome de Medea; esto es, el deseo de venganza de la mujer que siente traicionada y despreciada por su marido y que no vacila en sacrificar a sus propios hijos para dañar al otro. Incluso, dentro de esta misma corriente del pensamiento, se recurre para su explicación al conocido síndrome de alienación parental que emerge como un cuadro de desorden emotivo y que tiende,
dentro del contexto de una disputa por la tenencia de un hijo, a conformar falsas denuncias, razonamientos débiles, inexistentes o
absurdos que tienen por objeto injuriar al otro progenitor.
Lo cierto del caso y más allá de las apreciaciones apuntadas es procedente observar que mientras se mantenga y no se modifique
aquella situación de beligerancia jurídico-emocional serán los hijos quienes deban padecer las desavenencias que los adultos no han
sabido -o querido- superar, siendo común que a quien se le hubiere atribuido la tenencia obstaculice injustificadamente los contactos con el padre visitador; así como éste -por su parte y válido es acotarlo- presione en materia alimentaria, aumentando
sintomáticamente la disfunción del grupo familiar y a modo de contundente respuesta frente a la injusta ofensa que estima haber
recibido por parte del otro progenitor.
No resultaría, quizás, indispensable tener que detenernos en caracterizar y analizar la vigencia del derecho de visitas, cuyo
atávico fundamento se remonta a indelebles principios que nacen del derecho natural y en la necesidad de cultivar el afecto, la adecuada comunicación y estabilizació n de los vínculos filiales, ante la quiebra de la convivencia. La familia -o lo poco que queda de ella- se beneficia colectivamente por el incremento de trato y de contacto afectivo entre sus componentes, por lo que la disociación de ese lazo provoca -de modo habitual- perjuicios difícilmente reparables en la edad adulta. Por lo tanto, toda restricción o limitación que se instrumente respecto de este sistema de hondo alcance vivencial
requiere de una seria justificación, mientras que esa misma notoriedad exime al padre de tener que acreditar los réditos que
emanan de esa concesión.
Destacada y pacífica doctrina advierte acerca de la raigambre constitucional que fluye del derecho a la correcta comunicación
paterno o materna-filial y que deriva del postulado consagrado en el art. 14 bis de la Constitución Nacional al propender a la protección integral de la familia. Es menester entonces, se acota, procurar conservar o integrar -dentro de las posibilidades humanas al arbitrio de los jueces- un mínimo de vinculaciones familiares que no desintegren al núcleo doméstico ni los afectos que en él pueden surgir espontáneamente entre sus miembros.
Por su parte la denominada Convención de los Derechos del Niño no sólo garantiza el contacto entre hijos y padres, cuando se encuentran separados, sino que -además- subordina cualquier tipo de quebrantamiento a la procedencia o viabilidad del polifacético y versátil concepto que enmarca el llamado interés superior del niño; incluso cuando ello implique la posibilidad de salir del país y a
pesar de las disputas existentes entre los progenitores -conf. arts. 9º, 10 y conc. de la norma aludida-. Por su parte y desde una óptica internacional vinculada al tema que comentamos, encontramos al Convenio sobre Protección de Menores rubricado entre nuestro país y la República Oriental del Uruguay y a su análogo sobre aspectos civiles de la Sustracción Internacional de Menores.
Sin embargo, pese a la vigencia de las precisas reglas, tanto de derecho interno como externo, sobre las que se asienta este derecho y conforme citas de destacados autores, suele ocurrir que nuestros jueces sean -en exceso- débiles para efectivizar el régimen de
visitas con el resultado, bastante común, que transcurran años sin que los padres puedan ver a sus hijos, lo que a veces los impulsa a desistir definitivamente ante la impotencia de sus esfuerzos.
Si bien es cierto que las restricciones de carácter personal no son, por lo general, las más aptas para el aseguramiento de esta clase de derechos, se recurren a sus similares de alcance patrimonial que habilitan un mayor elenco de medios compulsivos que permitan afianzar el cumplimiento de esa obligación. Entre ellas se enuncian, a título de demostrativo ejemplo, a la intimación de la modificación del régimen de tenencia del menor, con los contratiempos que apareja para el no conviviente el indeseado desarraigo del menor; aplicación de astreintes; multas civiles o sanciones pecuniarias, a modo de cláusula penal impuesta y con el riesgo de comprometer el patrimonio del multado y su lamentable secuela sobre la integridad del menor;
cauciones y/o garantías para no tornar irreales tales derechos; sanciones combinadas, como son las multas civiles con actualizaciones automáticas; resarcimiento por los daños y perjuicios ocasionados; suspensión y/o privación de la patria potestad; sanciones penales, de ilusorio o quimérico final, como son las reguladas por la mencionada ley que configura delito respecto del padre o tercero que impida u obstruya el contacto de menores con los progenitores no convivientes,
etcétera.
De nuestra jurisprudencia rescatamos algunos fallos que han aplicado penas de arresto al cónyuge que obstaculizó las visitas, a modo de medida disciplinaria por desobediencia judicial. En otras oportunidades se ordenó, con el auxilio de la fuerza pública, el
allanamiento de la casa de la madre o la internación del menor en un establecimiento educativo.
Pese a los casos jurisprudenciales referenciados es evidente que los medios de ejecución directa para el establecimiento, cumplimiento o acatamiento del régimen de visitas tienen determinados y acotados parámetros; ya sea por la naturaleza propia de la obligación como por los deméritos que la compulsión puede irrogar al menor y que -a la postre y como toda medida coercitiva que se introduzca en esta materia- termina por destruir la corriente afectiva que, paradójicamente, el derecho de visitas pretende salvaguardar.
De ahí, pues y retomando la trama central del pronunciamiento en análisis, que si estamos contestes en entender que las injurias
graves, como causal de divorcio vincular, se configuran en actitudes que -en general- importan un menoscabo al cónyuge; sea en su persona o en su familia y que por su gravedad afectan a la vida en común, el comportamiento de la esposa -separada de hecho y que ejerce la tenencia- que no admite la visita de su cónyuge a los menores comporta un verdadero disvalor, no sólo hacia el grupo familiar que, aunque desquiciado cabe intentar resguardar y consolidar en la medida de lo posible, sino también una conducta agraviante para el esposo a quien se condena como padre, sin darle oportunidad de así
acreditarse.
Con análogo criterio se ha advertido que esa renuente actividad deviene perjudicial para el menor quien, igualmente, tiene ese
derecho respecto de su padre y mientras las visitas se desarrollen sin inconvenientes, por lo que la intervención obstruccionista del
progenitor denota una actitud de falta de comprensión del delicado papel que está compelido a desempeñar habilitando la fijación de límites y de pautas de encauzamiento de la relación afectiva entre el menor y el progenitor no tenedor (y, en este caso en particular, la única vez que se realizó el régimen de visitas que tuvo lugar en la sede de este Tribunal, se llevó a cabo dentro de un marco de armonía y confianza entre el suscripto y el menor.)
Finalmente el derecho, que al decir de clásicos autores conforma un orden social justo, cuenta con medios escasamente idóneos -cuando no impotentes- para destrabar el nudo gordiano del problema planteado y cuya génesis sobrepasa el normal marco jurídico. La resolución judicial, por su parte, implica un modesto paliativo ante situaciones que desbordan la menor faceta normativa y que, aun cuando se halle revestida de todos sus sacrosantos valores, es un instrumento de eficacia limitada.
Como se observa el decisorio podrá englobar y contornear el problema - muchas veces impregnado de notable fragilidad- pero no siempre resultará apto para aplacar las belicosidades de un padre o de una madre que no quieren sensatamente dialogar y prefieren
irracionalmente discutir.
No creemos, por ende, que la excluyente solución de estos conflictos derivados del Derecho de Familia puedan provenir, únicamente, del ámbito jurídico sino que -por encima de ello e indefectiblemente- deberá partir de una voluntad ordenada por obligaciones morales del propio ser humano y donde la metafísica del ser sea quien le proporcione el sustento óntico a las virtudes del saber y del conocimiento.

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APADESHI

    

                   

 

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