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Vinculación y desvinculación en las familias
El problema de la exclusión de miembros

Rodolfo C. Pérez 

Artículo publicado en:
 
Sistemas Familiares y otros sistemas humanos, Buenos Aires, ASIBA, Año 17 (2), 2001

Aquí se señalan algunas formas de desvinculación familiar apuntando a la idea de que el trabajo profesional no implique agravar innecesariamente el desmembramiento ya producido entre los miembros ni tampoco a generar una vinculación forzada cuyo efecto tienda a aumentar el antagonismo que ha impedido la continuidad de la convivencia.

La desvinculación familiar se presenta como el reverso de la trama que interconecta a los miembros de una familia. Desde este punto de vista "negativo" no parecería oportuno dedicarse a indagar sobre tal tema porque, supuestamente, iríamos a parar a un terreno inespecífico, demasiado ajeno a lo que se considera una familia prototípica. Sin embargo, no podemos sustraernos a la realidad de los miembros que se alejan, abandonan o desaparecen ni a las circunstancias familiares concomitantes en que tienen lugar esas bifurcaciones.

Aún hoy, el aspecto intrínsecamente nuclear de las familias sigue manteniéndose como premisa tan enraizada que, habitualmente, es trasladada tanto hacia la consideración de aquellas organizaciones con características diferentes (es decir, no – nucleares) como a los procesos disruptivos que tienen lugar entre los miembros de las mismas familias nucleares. Ese factor intrínseco, universal y prejuicioso, se pone en evidencia a través del énfasis otorgado a directrices tales como la unión, la predictibilidad, la coincidencia, la convivencia o el apego de unos miembros hacia otros, aún cuando las circunstancias familiares demuestren que la problemática que sufren sus miembros no radica necesariamente en tales cuestiones. A su vez, la modalidad terapéutica resultante de tal concepción se constituye, en el mismo sentido, como una modalidad terapéutica vinculante. Es decir, intentando preservar ese factor más allá de lo que efectivamente acontece con los cambios en la organización de la familia y de cómo éstos son entendidos por sus miembros.

Es así como los diversos acontecimientos familiares que remiten, directa o indirectamente, al sostenimiento del funcionamiento nuclear, se inscriben en la tradición de la organización llamada funcional, mientras que aquellos movimientos disruptivos que "atentan" contra ello entrarían en el plano de lo disfuncional.

La organización familiar puede atravesar por momentos de estabilidad o de inestabilidad en su composición interna: puede modificarse a través de la incorporación de nuevos miembros o por el alejamiento o exclusión de integrantes que formaban parte de ella. Estos procesos pueden resultar críticos y pueden también llegar a promover la modificación de la estructura de la familia, o bien pueden constituir una variación paulatina, de importancia significativa, decisiva y perdurable.

Se podría considerar en principio la inclusión más o menos prolongada en el hogar de un miembro hasta ese momento no - conviviente, en cuyo caso la familia lo admite, aloja o incorpora y hasta puede aceptarlo como parte integrante de su funcionamiento y estructura. Tal podría ser el caso de las adopciones. En el mismo sentido se presenta otra posibilidad cuando la estructura se reorganiza y se redefine casi en su totalidad tendiendo a una configuración diferente: el caso más representativo podría ser el de las familias ensambladas.

En el segundo caso (alejamiento o exclusión) - que será el que nos ocupe más directamente en este trabajo - el distanciamiento de un miembro puede obedecer a ciertas etapas del ciclo de la vida familiar, por ejemplo la emancipación de un hijo. Pero también puede aparecer vinculado a circunstancias acuciantes o críticas: problemas severos de salud, escasez de recursos, ruptura de acuerdos o bien perturbaciones graves atribuidas a un miembro identificado o cuestionado.

Estas constituyen sólo algunos avatares por los que pueden atravesar algunas configuraciones familiares con las que trabajamos. En ellas se produce una modificación en la pertenencia familiar en cuanto rasgo distintivo y diferenciador del entorno. Esa transformación implica, simultáneamente, la creación, reformulación o ruptura de acuerdos generales, de manera implícita o explícita. Todo ello remite, de esta manera, al establecimiento de una nuevo ciclo histórico en la familia.

Estos movimientos "centrípetos" o "centrífugos" en cuanto a la inclusión o alejamiento de un miembro pueden reconocerse con mayor claridad en las configuraciones familiares estables, con contornos más o menos definidos y no así, en cambio, en otros tipos de organizaciones donde la composición regular de sus miembros y la diferenciación entre el "adentro" y el "afuera" no resulta tan nítida.

Haremos una breve referencia a la inclusión familiar para explayarnos luego, con mayor detenimiento, sobre las formas que suele adquirir el proceso de desvinculación.

Breve reseña sobre la inclusión

La inclusión de miembros indica la confluencia en una configuración familiar de, por lo menos, dos procedencias familiares distintas en el inicio de una nueva etapa. Esta confluencia marca la iniciación de un ciclo diferente y no necesariamente el comienzo de una supuesta historia considerada como la estrictamente "oficial". (Por ejemplo, el supuesto de que la historia "única" de un niño adoptado comienza a partir de la adopción).

En este punto convendría diferenciar lo que entendemos como familia verdadera de la considerada familia legitimada. La legitimación de una familia, para sus integrantes, se sustenta sobre la pertenencia mientras que la familia real, verdadera o auténtica se refiere a la naturaleza de los vínculos, especialmente aquellos de naturaleza filiatoria o consanguíneos. De allí que el reconocimiento adecuado de los vínculos de parentesco (los términos "padre" o "madre", por ejemplo) no siempre coincida con la condición biológica de la filiación. Tal es el predominio de lo legítimo por sobre la realidad del parentesco que, en algún momento de crisis, alguien puede declarar enfáticamente la ruptura de los vínculos que lo unen a un familiar muy directo. Por lo tanto, la familia como construcción legitimada puede diferenciarse e independizarse de su sustento básico constitutivo, es así como algunos miembros pueden "pasar a ser" miembros de la familia mientras que otros "dejan" de serlo sin que ese sustento se haya modificado.

Resulta frecuente que un nuevo miembro en vías de inclusión efectiva y permanente provenga de otra familia, una (verdadera) familia de origen, para ocupar un nuevo espacio que habrá de legitimarse como propio. Este miembro adviene al proceso de reestructuración con el aporte de su historia propia, es por eso que se trata de confluencias, donde la familia "recibe" a un nuevo integrante y lo hace parte de los "suyos". La eficacia de esta transición dependerá, en parte, de su grado de transparencia. En particular, en algunos casos de adopción, suele pretenderse eliminar la distinción mencionada, con lo que la familia adoptante, aduciendo su legitimidad, puede ocultar o erradicar la historia anterior a la etapa de la adopción.

Esta reorganización puede adquirir distintos grados de fluidez y de significación según las expectativas de la etapa por la que atraviesa la familia en cuestión. En tales circunstancias, resulta posible encontrar configuraciones funcionando a la manera de adopciones especializadas. En efecto, la reestructuración familiar inherente a los procesos de adopción puede ser considerada en ciertos casos como una tarea desafiante o ardua para padres "inexpertos" que aparentemente no podrían llevarla a cabo por sí mismos y sin auxilio profesional o de otras instancias competentes. En algunas circunstancias, entonces, estas transiciones parecerían requerir de la "especialización" de los padres ante un evento considerado de manera tan crucial. Tal aspiración parental tiende a aparecer en organizaciones estables y poco flexibles.

De esta manera, algunos padres aspiran a la especialización parental para recibir, educar y criar "como corresponde" al hijo que llega. Esta posición de exigencia, algo así como de padres - aprendices, altera el ejercicio de la parentalidad porque ubica en la realidad exterior (fuera de ellos) la posibilidad de encontrar instrumentos aptos para la misma función parental. Tal delegación, al no obtener respuesta satisfactoria, suele persistir como circuito infructuoso y, a veces, es tal su agudización que los padres exponen decididamente su incompetencia y agotamiento. Esta postura de los miembros suele encontrarse con cierta frecuencia en las adopciones "fallidas", cuando los padres (e incluso también el hijo), luego de largos e intensos esfuerzos, concluyen que la integración parento – filial transcurre de manera tan accidentada que podría comprometer la continuidad de la convivencia.

Volveremos a hacer referencia a este tema algo más adelante.

La desvinculación familiar

El tema de la desvinculación familiar remite a la situación particular de uno o más miembros cuando han comenzado a dejar de pertenecer o ya han perdido su pertenencia en la propia familia y a la serie de modificaciones que ello implica en el ámbito de la estructura y funcionamiento familiar en su conjunto.

Estas transformaciones no necesariamente indican la presencia de algún tipo de problemática. De hecho, suelen llamarnos la atención la rapidez y "facilidad" con las que varía la composición interna de ciertas familias en períodos relativamente breves a raíz de incorporaciones o salidas sucesivas de algunos miembros. Sin embargo, el tema aparece como cuestión relevante cuando implica un alto grado de designación del miembro ausente (o en vías de serlo) o cuando en tal proceso de desvinculación no existen entre unos y otros coincidencias o acuerdos específicos. Más aún, ciertas problemáticas que presentan a un miembro como excesivamente designado pueden señalar el comienzo o el transcurso inadvertido de algún tipo de desvinculación y, finalmente, de expulsión. Y, por otra parte, es posible que aún cuando en una familia se coincida en la necesidad del alejamiento de alguno de los miembros, no existan acuerdos claros en torno a sus condiciones o a los términos en que éste transcurriría.

Algunas formas de desvinculación han sido suficientemente descriptas: son aquellas que indican un tipo definible de organización familiar (por ejemplo, las familias "desapegadas"), ciertas etapas del ciclo de vida familiar (el proceso de la "emancipación") o las reestructuraciones que intervienen en las separaciones conyugales o divorcios.

Haremos mención aquí a algunos modos de desvinculación, algunos de ellos relacionados con trastornos severos en la pertenencia.

Desvinculación "estructural"

Resulta apropiado hablar de desvinculación "estructural" cuando el distanciamiento o el desmembramiento reiterado o persistente aparecen como posibilidades viables del funcionamiento familiar considerado. Cabría mencionar aquí, entonces, los casos de abandono parental temprano por negligencia o por ausencia de reconocimiento hacia un hijo (o, posteriormente, de éste hacia alguna figura parental). Esta desarticulación vincular, por una parte, ha sido puesta de relieve desde las primeras investigaciones estructurales y, considerando las tipologías familiares, correspondería a las llamadas familias desacopladas, multiproblemáticas o disueltas, donde el abandono o la permanencia alternante suelen aparecer como movimientos previsibles, en parte porque en sus particulares fronteras no suele establecerse una distinción clara entre el "adentro" y el "afuera".

Cuando se hace evidente para el entorno social e institucional de un niño que éste se encuentra en una situación de riesgo, es posible que se produzca su alejamiento de la familia para ser alojado en un hogar sustituto o institución asistencial. Y cuando se trata de un adulto que ha cometido un hecho nocivo y severo hacia un miembro de su propia familia, es posible que se lo excluya de ésta por períodos acotados o definitivamente. Sin embargo, cabe aclarar que estas acciones son dispuestas por agentes del control social y que en la mayoría de las veces no coinciden con las expectativas de los integrantes de estas familias, quienes sostienen a menudo que dichos problemas no les han resultado tan perjudiciales y reclaman el reintegro o la revinculación familiar como la alternativa más deseable.

En tal sentido, estas familias quedan supeditadas a los dictámenes de la regulación social y privadas de desarrollar contextos habilitadores para una eventual revinculación. En consecuencia, ciertos padres acusados de abandono, de maltrato o de abuso terminan desempeñando sólo el papel de familiares visitantes cuando sus hijos han sido internados, generándose así una mayor disolución vincular, característica ésta de los procesos crónicos de institucionalización.

Sin embargo, la revinculación prematura no constituye la opción más indicada ante esas circunstancias, sobre todo cuando se promueve reanudar la convivencia rápidamente, porque esos movimientos reproducen, en parte, la sucesión de movimientos inciertos y alternantes descriptos en esas mismas familias "diluidas" ni tampoco permiten trabajar sobre las relaciones abusivas. En estos casos, el lapso entre internación y externación debería ofrecer la oportunidad de abordar el trabajo de reestructuración familiar que disipe, entre otras consecuencias, el "peligro" de la reaparición de los mecanismos del control social, cuestión mantenida en primer plano por estas familias cuando intentan recuperar lo que entienden como propio de su competencia.

Pero la revinculación familiar prematura presenta algunos otros inconvenientes, esta vez en la postura de los profesionales y autoridades intervinientes. Resulta frecuente encontrar propuestas disímiles y hasta antagónicas entre ellos, algunas fundamentadas en una perspectiva habilitadora de nuevos recursos familiares, otras sostenidas insistentemente desde perspectivas prejuiciosas y también, en un tercer lugar, pueden aparecer aquellas otras que se basan simplemente en un optimismo ingenuo. En esta instancia resulta ineludible la negociación entre posturas profesionales, como así también coincidencias básicas acerca del modo de injerencia del control social, ya que éste constituye un resorte regulador/modulador inherente a las circunstancias vitales de estas familias, de sus miembros y de sus problemáticas.

Desvinculaciones transitorias: las fugas del hogar

Si ahora consideramos la desvinculación como episodio abrupto en la adolescencia, la fuga constituye una tajante ruptura de la convivencia dentro de una organización familiar predominantemente estable. Se la suele diferenciar del vagabundeo por su corta duración (pocas horas o días) pero esta distinción resulta poco significativa. Resulta más pertinente incluir en su consideración, como uno de los factores intervinientes principales, la involucración (o no) de la familia extensa en el episodio y sus pormenores, ya que en las fugas suele participar algún familiar "apropiador" o bien la intervención de procedimientos no admitidos ni reconocidos de delegación parental. Pero cuando esas circunstancias no resultan verificables, y los episodios fuguistas se reiteran, la fractura de la pertenencia parecería constituir el factor decisivo. De esta forma el "fuguista" se hallaría más próximo a lograr su adecuación en el "afuera" antes que a participar de la legitimación de su propia familia.

Desde el punto de vista de los ciclos familiares progresivos, la fuga como precipitación de la "emancipación" transcurriría a través de una disyunción y no de una negociación. Los adolescentes (y a veces también "chicos"), descriptos como fuguistas, se encuentran próximos a funcionar como hijos que desafían esa condición, sin casa ni hogar (casi "chicos de la calle") y este trastorno de la pertenencia suele ser presentado, a veces, como si fuese, en definitiva, el resultado final de un duro y largo planteo disyuntivo. La fuga implica en los hechos un cuestionamiento silencioso del resguardo familiar (e incluso de la filiación) a favor de la legitimación de la calle, ya que el adolescente logra subsistir por sus propios medios o, en ocasiones, solicita la protección de algún juzgado de menores o de otra institución.

En la consideración de este tema no parecería oportuno precipitar las cosas de modo tal de asignarle a la fuga un propósito específico. La fuga es, con variada intensidad, un modo efectivo de cuestionamiento o de disolución de la pertenencia y, por lo tanto, excede a cualquier propósito circunstancial. Resulta probable que la búsqueda expresa de presuntos motivos desencadenantes que llevarían a un adolescente a irse de su casa constituya, a su vez, un nuevo dilema o problema que se agrega al anterior. De hecho, algunos profesionales suelen detenerse en la indagación de antecedentes considerados "clave" e incluir a los padres en esos interrogantes: si el hijo discutió previamente con ellos, si temía ser castigado, si se le ponían límites muy severos o si existía un conflicto grave o de antigua data que hizo pensar en la posibilidad de buscar alguna solución o alivio aparente fuera de la casa. De esta manera refuerzan, sin advertirlo, la búsqueda ingenua de la eventual circunstancia desencadenante, proponiendo indirectamente a los padres alternativas reparadoras y parciales sin poder detener el circuito de la fuga. Y, por otra parte, se sustenta así la idea de la fuga como conflicto, cuestión que, al menos en el hijo fuguista, no suele aparecer con demasiada frecuencia.

El "fuguista" suele ilustrarnos sobre estas cuestiones aunque de manera opuesta a lo que su familia espera de él. Una secuencia bastante habitual en estos casos sería la siguiente: el fuguista desaparece de golpe de la casa sin dar señales de vida durante días o semanas hasta que, por lo general, se comunica con la familia de manera indirecta: a veces llama por teléfono pero sólo para escuchar la voz de uno de los padres o de otro familiar antes de cortar la comunicación. Luego, a su regreso se suscita una serie de preguntas inconducentes: "dónde estuvo y con quiénes", "porqué se fue", "¿lo volverá a hacer?"; en realidad, todas estas preguntas representan ideas relacionadas con la adhesión hacia el hogar y hacia la familia (criterio funcional), premisa que los hechos se han encargado de invalidar.

El hijo muy rara vez responde a esas preguntas, prefiere escuchar, pareciera no entender que los padres solicitan de él un relato que dé cuenta de sus actos de manera convincente. En muy pocas ocasiones hemos encontrado explicaciones pormenorizadas de ese estilo por parte de quienes se fugan, sobre todo, adolescentes mujeres; no se avienen a formular un relato anecdótico y nos parece que, mientras estuvieron afuera, se mantuvieron en un lugar y tiempo distintos a los de la casa, incompatibles con los términos de ésta. Por eso, cuando se los presiona para que den explicaciones, caen en mentiras ostensibles, o bien dicen que no entienden qué se les pregunta ni para qué. En realidad, cada ámbito (en este caso la calle o la casa) determina y confiere propiedades de pertenencia a los acontecimientos que tienen lugar en ellos y éstos sólo cuentan y tienen validez narrativa en sus propios contextos.

Aquí debemos admitir que el "sentido" de la fuga (si es preciso encontrarlo) está en el afuera, por lo menos en los períodos en los que ésta transcurre. En tales períodos, el afuera adquiere connotaciones diferentes a las otorgadas por los padres que buscan al hijo y esperan su regreso: para el adolescente el estar fuera de su casa no significa algo necesariamente dramático, desolado o riesgoso. La familia deja de tener para él, en esas circunstancias, la prioridad esperable y ésta, por su parte, disminuye su capacidad de decodificar y de prever, en términos generales, el funcionamiento del mundo del hijo. La fuga pone de manifiesto esta desarticulación. Durante su transcurso tanto la calle, los conocidos ocasionales, como los paraderos transitorios, constituyen paradójicamente un contexto contenedor, la mayor parte de las veces "asegurador" e incompatible con la casa o el contexto familiar donde ese adolescente ya no encuentra (o cree no encontrar) su propio lugar. Este contexto "contenedor" dista aquí de estipularse como alternativa preferible a la permanencia dentro de la familia, en especial porque dilata el establecimiento de nuevos acuerdos y no tanto porque constituya de por sí un factor de riesgo tan alarmante como se lo suele considerar. De hecho, resulta llamativo constatar cómo los fuguistas apelan a recursos desconocidos para la familia (y para ellos mismos) para subsistir y no verse demasiado expuestos a riesgos como complicados arrestos, adicciones, SIDA o embarazos.

No obstante ello, estimamos prudente, como intervención profesional establecer explícitamente la importancia de la fuga (aún cuando resulte objetable como recurso) en tanto fisura de la pertenencia, una propiedad que de por sí posee de hecho, en forma independiente de las expectativas o de los criterios normativos. Esto podría ayudar a la familia a salir del planteo disyuntivo que constituye, precisamente, un supuesto constitutivo en la consideración de la conducta fuguista. En estos casos, si la conducta fuguista pudiese legitimarse en tanto opción (aunque fallida) se encontraría más próxima la posibilidad de intentar formular acuerdos, ya que de todos modos se ha perdido la oportunidad de forzar a una inserción familiar al hijo que demuestra con su proceder encontrarse periódicamente más comprometido con el afuera. Se entiende, además que la apelación terapéutica al ordenamiento o reordenamiento jerárquico normativo no resulta procedente en estos casos ya que la fuga se diferencia de los habitualmente llamados problemas de conducta.

La exclusión

En la fuga es la familia quien manifiesta padecimiento por el accionar del hijo y en la exclusión es la familia, por lo general, quien se torna decididamente en su agente, a veces a través de instancias legales o de instituciones asistenciales reguladoras. Y aquí se podrían distinguir dos modalidades según hacia donde se dirijan: la exclusión, consensuada o no, de las interacciones cotidianas por una modificación profunda de la organización familiar (separación, divorcio), donde uno de los miembros deja de convivir con su familia o la exclusión por un cuestionamiento o imputación por la concreción de un daño específico hacia alguien considerado como víctima.

En el caso de la separación o divorcio, el miembro ausente del hogar puede mantenerse en contacto regular o llegar hasta el extremo del desentendimiento total de su contexto familiar (incluida su autoexclusión), dejando de ocuparse definitivamente de su familia y, en especial, de sus hijos. Tanto en éste como en los restantes casos de desvinculación pueden existir distintos grados de distanciamiento que, a su vez, determinarán la intensidad del compromiso del miembro ausente para con el resto de sus familiares.

Esta cuestión nos hace considerar que en ciertos casos de separación o divorcio no sólo se produce la desvinculación conyugal sino que también se efectúa una casi total desvinculación parental y familiar por parte del cónyuge ausente. En tales circunstancias no resulta válida la premisa de que en la mayoría de los divorcios se trata sólo de "divorcio conyugal" y no de "divorcio parental". Más aún: es posible que el miembro ausente haya ejercido parcialmente la función parental, que la haya delegado en su totalidad y definitivamente o bien que directamente no la haya ejercido. Resulta posible además que, transcurrido un largo tiempo, tal vez años, se produzca un reencuentro padre – hijos sin que ello implique, por otra parte, una revinculación efectiva o duradera. En este aspecto, la terapia familiar no parece haberse ocupado con suficiente detalle de la configuración de esta trama relacional.

Juan, actualmente un comerciante de 42 años, comunicó a su esposa su decisión de irse del hogar cuando ella se encontraba en la sala de partos. Ahora, el hijo de ambos, Daniel de 10 años, presenta severos problemas escolares y tanto su madre como la abuela materna, con quienes el niño mantiene un trato sumamente violento, se encuentran realizando tratativas con Juan (quien en este momento convive con una pareja de su mismo sexo) para compartir con él la conducción de este grave asunto. Resultaría, incluso, muy probable que el padre debiera adecuar su vida laboral y personal para ocuparse de su único hijo.

¿En qué consisten las tratativas habituales con un miembro alejado? Podemos decirlo de manera sencilla: se refieren al cuestionamiento de ese mismo miembro y las negociaciones con él se dirigen a verificar si puede convertirse en garantía o si aún constituye un peligro. Como Juan (en el ejemplo citado) no pudo hasta el momento acreditar su aptitud parental, requerirá de un voto de confianza antes de intentar ocuparse activamente de su hijo. Pero ¿qué implica eso? : ¿cambiar su estilo de vida o transformarse en un ser menos extraño? Evidentemente lo segundo. Es decir, se impondrá generar ahora un acuerdo allí donde sólo había imperado la objeción. Sin esta condición Daniel, el hijo, muy presumiblemente seguirá presentando trastornos severos con su madre y con su abuela.

Por otra parte, en cuanto a la mencionada segunda modalidad de exclusión, ésta puede provenir de un intenso rechazo o condena familiar y/o extrafamiliar por un acto censurable perpetrado por un adulto o adolescente mayor hacia uno o más miembros de la familia (particularmente, hechos graves de maltrato o abuso sexual). En estos casos generalmente suelen intervenir instancias legales que determinan este tipo de desvinculación y por lo general se impiden o se restringen los posteriores contactos familiares. En tales circunstancias, un progenitor puede perder algunos derechos básicos sobre sus hijos, ellos pueden quedar a cargo de otro cónyuge o adulto responsable, mientras que el adulto excluido puede llegar a ver amenazada su patria potestad. En los casos de adolescentes que han abusado de un niño que es miembro de su propia familia suele generarse un complicado arreglo familiar donde son evitados determinados encuentros (exclusión interna) mientras se apela al silencio como amortiguador del problema.

Estas posibilidades nos llevan, en especial, a la reconsideración de las funciones parentales, en particular la del padre, quien suele ser el miembro que se ausenta con mayor frecuencia en estas ocasiones. Y entonces surge la consideración de los derechos que le asisten ya que se ponen en cuestión la vigencia y la significación de los lazos filiatorios.

Antonio es el padre de cuatro hijos y dejó embarazada a su hija de 15 años. Ha sido excluido del hogar y su encarcelamiento es inminente. El hijo mayor, Jeremías, espera el momento para vengar a su hermana y representar a su madre y a toda la familia en esta eventual represalia. Por su parte Hernán, de 14 años, dice "¿ para qué queremos tener un padre así?"; sin embargo lo extraña y quisiera encontrarse con él para salir de paseo sin molestar a nadie.

La desvinculación producida en este caso pone en evidencia una polémica conocida que aparece con mayor virulencia entre el resto de los familiares: ¿hasta dónde el padre puede seguir siendo tal o hasta qué punto le corresponde el destierro familiar? Resulta ser Hernán quien sugiere una pista: su padre es una persona censurable pero para él ello no afecta la legitimación afectiva.

Resulta importante que el profesional que interviene con estas familias no adhiera desde un inicio a la idea en frecuente expansión de que el padre ausente "simplemente no existe", sin por ello caer en una confrontación innecesaria con la familia. En varias ocasiones es posible comprobar que estos padres pueden llegar a comunicarse desde la distancia o transcurrido un tiempo prolongado, algunas veces cuando ya cuentan con otra organización familiar diferente. Sin embargo, y más allá de que se presente esta posibilidad, la estructura familiar suele reorganizarse anulando esa parte de la historia y presentándose, por ejemplo, como una típica estructura uniparental, con lo que también se sepulta buena parte de la historia de los acuerdos y desacuerdos que le dieron inicio y que pautaron sus ciclos.

Tal como en ciertas adopciones suele cercenarse la historia anterior del niño, en la exclusión puede anularse la existencia de un episodio doloroso o traumático, como así también la del mismo miembro responsable o ejecutor que no sólo ha sido excluido sino también extirpado de la historia familiar.

Cabe consignar, además, una tercera forma de exclusión donde la familia ya no resulta ser tanto el agente sino, más bien, la que se ve afectada por decisiones inconsultas adoptadas por las instituciones de control social. Cuando los hijos son retirados del hogar por provenir simplemente de una familia pobre o cuando los padres se encuentran con la noticia de la internación de un hijo como respuesta a una inquietud o pedido de ayuda, la familia pierde, a su vez, el derecho a reclamar o a disentir por no poder ofrecer una alternativa aseguradora similar a la brindada por la institución apropiadora. Tal desventaja la sitúa, casi totalmente, como responsable de ese tipo de deficiencias; por lo tanto: no sólo sufre la exclusión de un miembro sino que la misma familia queda excluida del protagonismo que le corresponde. En tales casos sólo resulta indicado acudir al recurso de habilitación familiar destacado por Jorge Colapinto.

La desvinculación por agotamiento de recursos interaccionales

En ocasiones, el desmembramiento familiar comienza a insinuarse casi inadvertidamente a lo largo del tiempo, incluso a través de largos años. El término "agotamiento" alude a la comprobación de la escasa disponibilidad para generar nuevos acuerdos referidos a la convivencia, una vez que los participantes han constatado el efecto deteriorante de la sucesión y acumulación de acuerdos rotos. Ello pone de manifiesto la progresiva instalación de "realidades" incompatibles y la fractura de la pertenencia familiar. Podemos mencionar aquí a aquellos cónyuges que no se hablan entre sí o que prácticamente no comparten las rutinas cotidianas, como así también al distanciamiento entre padres e hijos unidos sólo por el hecho de habitar formalmente bajo el mismo techo.

En el caso de algunos hijos problemáticos, este proceso suele haber sido acompañado de diversos tratamientos e incursiones terapéuticas tendientes a detectar el supuesto trastorno que el hijo pudo haber presentado, incluso desde pequeño, y que habría desembocado en su inadecuación familiar. Estos hijos pueden haber presentado inicialmente problemas de aprendizaje y, como alumnos "difíciles", ser atendidos frecuentemente por integrantes de los gabinetes escolares. Es posible también que se haya consultado sucesivamente a psicólogos y a neurólogos sin haberse obtenido el diagnóstico y los efectos esperados de un tratamiento.

El subsecuente proceso de delegación familiar, entonces, contaría con dos aspectos: la identificación parental en uno de los integrantes (en este caso, el hijo) del motivo de las desavenencias familiares y la respuesta puntual ante esa demanda por parte de los profesionales que se harían cargo de tratar sólo los aspectos perturbadores del paciente. En este itinerario resulta frecuente encontrarse con fracasos, lo que desalienta a los padres en sus expectativas sobre el hijo. Y éste, por su parte, suele "autoidentificarse" agravando su conducta y confirmando de esta manera algo así como ser portador de una naturaleza diferente o extraña.

Si este distanciamiento se ve agravado por fugas del hogar (por lo general en adolescentes) se agudizaría aún más el debilitamiento de la pertenencia familiar, pudiéndose llegar a la instancia de la institucionalización.

María, una adolescente de 16 años, ha vivido con sus padres y su hermana de 14 años hasta hace pocos días. Ambas hijas son adoptadas. Hasta antes de decidir la internación en un instituto asistencial, los padres han sufrido las consecuencias de la conducta descontrolada de María, en especial sus reacciones extremadamente violentas, con agresiones físicas hacia ellos, hacia algunos de sus vecinos y a su propio novio. El padre menciona que desde hace tiempo María "se les ha ido de las manos" en una actitud de progresivo alejamiento. La madre manifiesta estar esperando el regreso de la hija, en tanto se ocupará de pedirle a ella la autorización necesaria para arreglar, entre otros daños, los vidrios rotos de su habitación.

Las circunstancias penosas de esta familia les impide a los padres constatar fehacientemente la pérdida actual de la hija, lo que, a su vez, dificulta la preparación de condiciones más favorables ante su eventual regreso. La familia necesita considerar toda esta problemática antes que resolver sólo un mero conflicto. En particular, verificar que el peligro de la convivencia no se disiparía con la promesa de un regreso pacífico de la hija. Esta familia ha estado en una guerra protagonizada por bandos que han utilizado, respectivamente, armas específicas. Si no advierten eso no podrían deponer sus armas ni disminuir la beligerancia porque los acuerdos actuales se basan en el hostigamiento mutuo.

Cuando la convivencia llega al agotamiento no bastan las buenas intenciones para mejorarla. Resulta necesario decretar la caducidad de esa etapa; es decir, percatarse efectivamente de ello y atenerse al escaso margen de posibilidades que aún admite esa severa problemática.

No debería resultar suficiente para el profesional interviniente comprobar que los miembros manifiestan estar de acuerdo sobre un determinado asunto (por ejemplo el pronto regreso de un miembro que se ha encontrado ausente de la casa), se trata de especificar si éstos los llevan a buen puerto o a la destrucción de las respectivas posiciones. Se trata, entonces, de dilucidar los acuerdos separándolos de las posibles y nocivas complicidades.

Desafiliación


Ahora nos referiremos a una forma agravada de desvinculación en donde también aparece el agotamiento señalado más arriba y que afecta a padres e hijos comprometiendo severamente su relación actual y futura y llegando a producirse, a veces, una casi total ruptura entre ellos. Aquí el término "desafiliación" implica estrictamente el orden filiatorio y, en particular, su cuestionamiento o disolución en la práctica, más allá de que así sea enunciado o no por los padres o por el hijo. La desvinculación se refiere en este punto al debilitamiento (y aún: extinción) de los lazos parento – filiales antes que a la efectiva ausencia de un miembro.

Es así como suele producirse inicialmente un rechazo que a la larga puede conducir al desconocimiento total del vínculo parento – filial sin que existan necesariamente razones claramente explícitas o específicas para tal desentendimiento. Esta forma de desvinculación suele transcurrir progresivamente a través de los pequeños hechos cotidianos que, en casos extremos, pueden llevar, incluso, a una rigurosa "demarcación territorial" de los espacios hogareños en donde transcurre, con pocos puntos de contacto, la vida a veces excluyente entre unos y otros.

Esta demarcación evidencia en el territorio físico o geográfico de la casa lo que ocurre en el plano de los vínculos. A través de ella se regula el acceso del hijo en cuestión a ciertos sectores territoriales y éste encuentra que su tránsito hogareño se ve progresivamente reducido, pudiendo, por lo tanto, resultar sancionado si traspone aquellos límites que han sido celosamente establecidos.

Un progenitor puede considerar que su hijo ya ha dejado de ser tal, o bien un hijo puede desconocer la autoridad, vigencia o función de una figura parental. Es decir que se invoca algún desentendimiento severo o desligamiento de importancia, argumento sobre el que se afirma que un miembro ha dejado de contar con el otro y que esto ya no resulta subsanable.

Cuando María (la hija adoptiva de 16 años) discutía violentamente con sus padres, acusándolos de haberla internado, sostenía que ésa era razón suficiente como para no regresar con ellos y volver a vivir, en cambio, con la madre biológica que, de pequeña, la había abandonado. Declaraba así que ellos no eran sus padres y que ya no se sentía parte de esa familia. Sin embargo, semejante acaloramiento en el debate señalaba, precisamente, que intentaba procurarse un nuevo lugar en su familia actual. La pertenencia, entonces, no estaba totalmente fracturada como en los casos a los que aludimos en este párrafo, donde los debates dan paso a agudas incriminaciones que hacen resaltar en los hechos la incompatibilidad e intolerancia mutua.

A diferencia de los hijos con características transgresoras que rebaten con energía la acusación de haber protagonizado hechos irregulares, estos adolescentes adoptan una posición de defensa callada cuando se los increpa. Sin embargo, no dejan por ello de cuestionar de manera continuada en los actos el orden y las estipulaciones parentales. En estas familias en realidad no se discute, se incitan unos a los otros en niveles comunicativos diferentes. Los ataques aparentemente tan demoledores que se dirigen padres e hijos entre sí remiten, en definitiva, a la discusión sobre la pertenencia y sobre el camino (disyuntivo) que habrá de adoptar el futuro de la vida familiar.

Por lo general se trata de familias estables con una organización jerárquica bastante clara y, a veces, hasta rígida. Las expectativas mutuas entre padres e hijos acerca de la convivencia y de la vida futura se han ido desvaneciendo con el tiempo y ello ha dado lugar a una profunda desazón. Esto equivale a decir que la pertenencia familiar se ha visto afectada severamente y que, por lo tanto, los lazos de familiaridad han sido reemplazados por "vínculos de extrañeza". El extremo más grave de este proceso estaría representado (luego de largos esfuerzos para tratar de reinsertar al hijo en la familia) por el pedido parental ante instancias judiciales para delegar al hijo a terceros desentendiéndose considerablemente de él, institucionalizarlo e, incluso, solicitar quitarle el apellido familiar.

Las posiciones respectivas de los miembros se encuentran tan polarizadas en estos casos que exigen del profesional que vaya más allá de la consideración de un conflicto o dificultad, o bien de desavenencias provocadas por la existencia de malentendidos o bien de un problema grave. Más aún, cualquier intento profesional percibido como intento de acercamiento entre las partes suele resultar francamente descalificado o repelido como inoportuno.

Las exigencias que plantean estos padres se centran en que el hijo cambie. Adjudican, entonces, toda la iniciativa (y gran parte de la responsabilidad) al hijo para que efectúe modificaciones en sus actitudes hacia la familia. Y, de esta manera, excluyen también la posibilidad de un abordaje relacional directo del problema.

En estos casos de "desconocimiento filiatorio" la convivencia puede resultar muy ardua y hasta riesgosa porque a veces se genera un intenso rechazo explícito mutuo con descalificaciones y sanciones agraviantes. Se impone, por lo tanto, sugerir formas de "descompresión" familiar ante la imposibilidad de establecer acuerdos en temas cotidianos o rutinarios. Más aún habrá que legitimar los desacuerdos e incursionar por la posibilidad de generar acuerdos por sobre los desacuerdos.

Desde el punto de vista profesional implican un desafío ante la tendencia a rastrear explicaciones causales ante la desarticulación familiar que presentan. Y, no menos importante, esta forma de desvinculación, llamada aquí "desafiliación", nos enfrenta con un límite extremo porque, entre otras amenazas, nos impide formular consideraciones acordes con la noción de problemáticas familiares que, aún en casos muy complicados, preservan una cierta noción, más o menos aceptable, de organización familiar previsible.

Consideraciones finales

En estas notas nos hemos propuesto mencionar sólo algunas formas de desvinculación y, en particular, enunciar unos pocos lineamientos referidos a la cautela profesional necesaria para no profundizar la grieta que se abre ante el distanciamiento de algún miembro de la familia.

Una gran dificultad que hemos advertido en estos casos consiste en convalidar la posibilidad contemplada por la familia de un cambio rotundo en uno o algunos de los miembros cuando en realidad se trata aquí de una modificación de la organización y de las presunciones familiares. Al respecto, como no suele plantearse demanda familiar de tratamiento por la intensidad de la designación del miembro cuestionado, la familia – precisamente por todos los esfuerzos que ha llevado a cabo – pretende aclarar las cosas referidas al miembro cuestionado en forma definitoria (en particular la convivencia) y verse eximida de nuevos intentos de compatibilización.

La desvinculación requiere que se trabaje sobre la generación de acuerdos acordes con la situación de distanciamiento relacional o físico. No parecería sensato cuestionar la desvinculación porque en vez de considerarla como un fracaso absolutamente irreparable y definitivo, resultaría más oportuno entenderla como un cierre doloroso de una etapa de convivencia y el comienzo de otra en donde podría tener lugar el desafío que implica establecer acuerdos dentro de márgenes más restringidos. Esta "ganancia" menor resultaría preferible al estancamiento interaccional producido por el establecimiento de la culpa o por la ausencia de respuestas a los interrogantes que promueve la desvinculación.

Otra forma de atenuar la desvinculación o de desconocer sus alcances, consistiría en proponer como alternativa una vinculación forzada a través de negociaciones en un terreno con posibilidades prácticamente agotadas. La "convivencia" y la "unidad familiar", por ejemplo, suelen constituir argumentos conciliatorios que, en el caso de provenir de un profesional, a veces obturan la prosecución de una historia diferente cuando ésta constituye la única posibilidad de que la familia, aún malherida, continúe hacia adelante.

Referencias bibliográficas

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Minuchin, P; Colapinto, J. y Minuchin, S: Pobreza, institución, familia. Ed. Amorrortu, 2000.

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